miércoles, 21 de noviembre de 2012

Sobre la corrección política



La corrección política, es decir, el hablar de una cierta manera, con un cierto lenguaje, con las debidas cautelas, se ha impuesto definitivamente. La corrección política permite que otros te corrijan al hablar no tanto porque no se entienda lo que dices, ni siquiera porque pudiera ser malinterpretado, sino porque no has utilizado el código de manera adecuada, no has dejado claro al elegir una palabra o una expresión y no otra que eres de izquierdas, que crees en la igualdad entre hombres y mujeres, que eres sensible a la diversidad cultural, que no tienes prejuicios, etc. No te has colocado en el sociograma, no has dejado claro quién eres. Lo preocupante, entonces, es el imperativo de hablar, vestirse y pensar según el manual de buenas formas, cuya violación pasa de implicar –en la generación de nuestros abuelos, por ejemplo- una falta de buenos modos, carente de todo juicio moral más o menos profundo, a implicar –en nuestra generación- un distanciamiento respecto a valores que toda persona biempensante y decente debe tener. Ni siquiera la ironía es aceptada. Hay cosas con las que no se juega, bromas que no se pueden hacer. Como diría mi abuela, “niña, esas cosas no se dicen”. Si llevas una ironía un poco más allá de lo políticamente correcto, es decir, si no aclaras inmediatamente que el chiste es eso, un chiste, te encuentras con una sonrisa congelada del otro lado, casi implorándote que pares y aclares que nada de esto iba en serio y, si acaso, te disculpes por haber podido herir sensibilidades.

Para muestra, un botón. Como todos sabremos, estos días se han intensificado los ataques en/desde/hacia/en torno a Gaza. Siempre que pasa algo así me suelen llegar todo tipo de documentos gráficos, artículos, vídeos, etc. de amigos que, no me pregunten por qué, piensan que yo, como persona razonable que supuestamente soy, utilizaré para confirmar mi punto de vista que, si todo va bien, deberá parecerse mucho al suyo y al de cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. Porque si yo digo algo que se salga mínimamente (y ya no digamos si se sale máximamente) del guión de respuesta que debo dar, incluyendo palabras clave que no debo olvidarme (genocidio, colonialismo, apartheid, etc.), entonces me encontraré, en el mejor de los casos, con una cara de completa estupefacción. Lo que hace que quiera hablar de esto no es tanto mi voluntad de posicionarme respecto al problema palestino-israelí, sino la incapacidad para tolerar-confrontar-entender que vengo observando últimamente en aquellos que, al menos en teoría, son los adalides de los valores democráticos. Lo que me mueve a querer hablar de esto es la conciencia de que mientras una parte del mundo se deshace en el odio, en Europa consumimos y reproducimos los mismos discursos pensados, manufacturados y enviados para nosotros desde esos lugares remotos del mundo. Y nadie tiene la necesidad de pensar en todo esto. Qué fácil es defender un mundo en el que uno no sobreviviría ni doce horas. Eso sí, defenderlo para que lo vivan otros. Defenderlo agitando sus banderas mientras los responsables, los que nos pusieron en la mano los discursos que hacemos nuestros, siguen llevándose por delante la vida de aquellos que nosotros defendemos con los discursos que los matan. Y ahora debería dejar claro de quién estoy hablando. Debería hacer míos unos muertos y no otros, debería pasar por encima de la historia, de los motivos, de las estrategias y preocuparme porque quede claro de qué lado estoy. No preocuparme por comprender, aunque sólo sea por respeto. No, debo dedicarme a consumir esta guerra a través de su merchandising: debo ver los vídeos adecuados con unos niños y no otros, escuchar los testimonios de unos pero no de otros, leer unos artículos de unos pero no de otros. Y al decir sí a esto, al afirmar nuestro derecho a posicionarnos –que en estas condiciones no es posicionarse sino hacerse hincha de un equipo-, no vemos la profunda contradicción en la que incurrimos cuando condenamos a unos por ignorar la dignidad de la vida de otros.

El otro día vi cómo un amigo de un amigo le decía a nuestro común amigo lo decepcionado que estaba con él por no haberse manifestado como debía, con todo el cargamento léxico adecuado, respecto al conflicto entre árabes e israelíes. Mi amigo, también decepcionado y supongo que algo confundido, le reprochaba que no quisiese discutir con él, que sólo lo censurase. Además, mi amigo no estaba defendiendo la respuesta israelí sobre Gaza. Simplemente tenía la necesidad de no posicionarse al respecto como si se tratase de un partido de fútbol. Trataba de tomárselo en serio, y por eso metía el dedo en la llaga, trataba de pensar, de hablar, de discutir. No hubo respuesta. Esto mismo, la sensación de que no estoy usando el léxico adecuado, me ha ocurrido hablando con personas que se dedican a la educación y que, en teoría, tienen una profunda sensibilidad para la diversidad, sea esta del tipo que sea, digo yo. Sin embargo, su sensibilidad, su tolerancia, es sólo hacia el que perciben como débil o, también, el exótico, el profundamente lejano. Es tolerancia hacia un mundo que jamás les tocará ni la uña de un pie. La apertura al diálogo y la educación democrática es para los hijos de aquellos que no piensan como nosotros, pero no para los nuestros, y menos aún para nosotros mismos. Pensamos en que los malos se hagan buenos, es decir, que se hagan como nosotros. La libertad de expresión es libertad de expresión de aquellos que piensan como yo. La educación para el diálogo y la tolerancia es algo que deben aprender aquellos que no piensan como yo. Pero nunca imaginaríamos que la educación democrática podría pasar por el diálogo con un numerario del Opus Dei, con un carlista, con un monárquico, qué se yo, o con un franciscano. No hay posibilidad alguna de reconocimiento de ese otro, no es el otro en el que pensamos cuando soñamos con la educación ideal, con la educación que pudiera superar la barbarie.

Hemos cerrado el espacio del agón. Nosotros, los defensores de la democracia, de la libertad, hemos cerrado el espacio de la discusión. Hay ya palabras prohibidas, ideas prohibidas, maneras prohibidas. Y, además, es por nuestro bien. Son prohibiciones liberadoras, prohibiciones que nos harán mejores, más conscientes. Se ha cerrado el espacio para que el otro tenga legitimidad, pero el otro de verdad, no sólo otro “diverso”, no, el otro que nos atosiga, que nos irrita, que nos pone contra las cuerdas. Ése también es el otro. Si el otro es fuerte, si es un igual, entonces la tolerancia desaparece y te es exigido que te expreses con corrección política. No tanto para que se te entienda, no tanto porque se te pudiera malinterpretar, sino para que a nadie le quede ninguna duda de que estás en el lugar adecuado, que piensas las cosas adecuadas. 

7 comentarios:

  1. Magnífico. El conflicto palestino-israelí es un buen ejemplo. Crea señas de identidad políticas en la izquierda occidental, que a veces son más bien tropismos (suponiendo que haya señas de identidad que no lo sean). Pero la reflexión inicial del texto, que es absolutamente lúcida, es aplicables a muchos ámbitos y casos. Un ejemplo trivial de hace dos minutos: acabo de pegar el enlace de este blog en el Facebook y he visto, en el muro de una amiga, un video del actor Arturo Fernández en Intereconomía, diciendo que los que van a las manifestaciones son feos. Obviamente, este tipo de videos se ponen (yo el primero) para conseguir la adhesión de los que ya están con uno; pero lo que me ha llamado la atención es el comentario que otra persona había escrito abajo: "abuelo, las pastillas". El comentario revela cosas, a mi juicio, mucho peores (o por lo menos igual de malas) que la declaración del actor: la gente de cierta edad chochea y debe dedicarse a sus nietos; y quien no opina como tú es porque se le ha ido la olla. En el sociograma del Facebook todos sabemos qué hay que pensar y cuándo hay que pulsar al "me gusta". Por supuesto, también está súperclaro quiénes son los buenos, quiénes los malos y en qué consiste ser progresista o de izquierdas.

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  2. Bonito texto, me pregunto qué clase de personas comparten opiniones de este tipo. Si no conociese nada sobre este artículo me equivocaría en todas mis suposiciones.

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  3. Angy, ¡me ha gustado mucho! Sobre todo el estilo, el ritmo, la sintaxis... Y también ciertas cosas que apuntas. Tengo un problema con algo, en cualquier caso. Es quizás una cuestión de matiz pero creo que es productivo señalarlo. Parece que hay un contraste, una incompatibilidad (no diría que de oposición, aunque creo que apuntas levemente a eso) entre la discusión y la conversación, por un lado, y la posición codificada por otro. Yo no estaría de acuerdo con esto. En primer lugar porque creo que no hace justicia con el movimiento mismo de posicionarse –pero también porque actuar conforme a ello lo juzgo peligroso.

    Pareciera como si la posición estuviese condenada a castrar las posibilidades, las potencias que encierra. Estas posibilidades de la posición no serían sólo un camino hacia atrás, de mera génesis, que nos dirían qué elementos diversos escoge y privelegia la posición en su posicionarse y qué otros elementos la posición evita, olvida o elimina. Las potencias de una posición son también las condiciones de que la posición salga algo nuevo. Y esto es lo que no leo en el texto. Hay una condena a la posición por su remisión a un código. Yo diría, siguiendo este esquema, que el código es algo inevitable. Y que la posición también lo es. Y que nos engañamos si consideramos lo contrario. Aquí lo peligroso. Toda posición está sometida a un código, si por código entendemos una cierta distribución de los elementos a los que dicha posición remite y también a cómo los elementos que constituyen a la propia posición se relacionan entre si. [...]

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  4. [...] Digamos que hay diversos modos de codificar -y en consecuencia, diversos modos también de posicionarse. Evitar la posición, sin embargo, nos lleva a un estado de pura idealidad, de la calma chicha donde todo puede ser. Pero que todo pueda ser y que finalmente nada sea. Y esta es la sombra más acechante y popular del nihilismo. Que nada sea. Hoy toma la forma, que tenemos todas tan asumida, del relativismo. Seguramente el relativismo es también un aspecto esencial del capitalismo en el que vivimos, pero dejamos esta discusión para otro día. El relativismo es el instrumento más efectivo del poder. Como todo está por discutir, por aclararse, por realizarse, al final será lo que a mi me salga de los mismísimos. No sé si me explico. Voy a poner un ejemplo de mucha actualidad. Todos conocemos a Cristina Cifuentes, que es la delegadísima del gobierno en Madrid. Pensemos sólo un momento en el trato de esta señora con la ley –la prensa está llena de declaraciones y de decisiones suyas en relación a esto. Cristina Cifuentes siempre usa el argumento legalista desde un punto de vista relativista. Es decir, hace la ley algo relativo. ¿A qué? Bueno, a interpretaciones. Esto está bien en principio. Es inevitable. Pero si nos detenemos un poco más, comprobamos cómo funciona la perspectiva encarnada por la Delegada. Ella dice: lo que hacéis es ilegal, si hubiérais hecho esto otro, habría sido legal. Acto seguido, la ciudadanía hace lo que esta señora ha dictaminado que sí caería bajo el dominio de lo legal. Entonces, como por arte de magia, y por el hecho de que todo es relativo, la Delegada se inventa una cláusula que tipifica el nuevo comportamiento también como ilegal. Suma y sigue.

    Lo que quiero decir, y siento la extensión, es que ni posicionarse es siempre un ejercicio de negación [de esto tiene la culpa la lectura maliciosa que Hegel haría de Spinoza] ni no posicionarse es signo de una liberación incondicionada. Más bien habríamos de decir que hay diversos modos de posicionarse. Y uno es sin duda el que tú relatas en el texto: el someterse a un código predeterminado, rígido y perenne. Pero no es el único. La posición, insisto en la idea, encierra siempre las posibilidades de algo nuevo, es decir, de su propia subversión. Posiciones nuevas, inéditas, diversas. ¡Qué nunca se lea "subversión" emparentado con "oposición"! Del mismo modo, que no se entienda discutir como mantener posiciones enfrentadas. Eso es un tipo de discusión muy limitada, y ya sabemos cómo acaba. En la forma más rancia del consenso, que es la eliminación de las posiciones en disputa y su sustitución por un tercer elemento que contenta a ambas partes porque recoge, a su modo, cosas de las dos.

    No, hay otro tipo de discusiones y de conversaciones –por cierto, también en estos ejercicios hay ya posiciones– en las que no se elimina ni se suprime nada. Todo estriba en que las partes de la conversación entren a ella bajo la expectativa de que quizás algo cambie. No por la castración o la limitación de los elementos en disputa, sino por su composición, por su intersección, por su articulación divergente. Casi diría más: que no estemos de acuerdo no es un posible final para una discusión, sino la única condición para que lleguemos a entendernos. En resumen: posicionarse no sólo no constituye necesariamente la eliminación de los posibles, sino que supone la verdadera condición para lo nuevo.

    Así que... ¡posiciones!

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  5. Los comentarios de Vicente van al núceo de la cuestión. Vicente plantea una objeción doble a la concepción del posicionamiento que el texto de Angy trasluce, una objeción que podríamos llamar epistemológica (posicionarse no siempre significa cerrarse) y moral (no posicionarse puede tener consecuencias aberrantes). Desde ese punto de vista, posicionarse es inevitable y la cuestión es cómo o desde dónde hacerlo, no si hay que hacerlo o no. En mi opinión, sin embargo, aquí se mezclan muchas clases de posicionamientos, y no estoy seguro de que sea posible una especie de teoría general del posicionamiento que los recoja todos, como si fuera esencialmente lo mismo -en el sentido de responder a idénticos mecanismos- un posicionamiento político (denunciar los abusos israelíes) que un posicionamiento gastronómico (preferir la cocina de Ferrán Adriá antes que la de la abuela).

    Un posicionamiento político o político-moral como el que se halla involucrado en la cuestión israelí-palestina encierra tantas implicaciones que no sé desde dónde -quiero decir, desde qué tipo de legitimidad moral o epistemológica- puede exigirse a nadie que adopte una posición clara. O mejor dicho: quizá sí se puede exigir que, una vez que se entra a discutir el tema, no se oculte uno bajo la excusa (llamémosla relativista) de que todas las posiciones responden a intereses y condicionantes, y que el asunto es tan complejo que es imposible pronunciarse. El problema es que, objetivamente, en casos como este sí hay posiciones muy enfrentadas, que seguramente son, por lo menos a cierto nivel, irreconciliables, y entonces ocurre precisamente lo que denuncia Angy: que, si no te posicionas nítidamente con unos compartiendo su código completo, éstos te reprocharán que te estás posicionando con los otros.

    Lo que estamos ventilando aquí es la posibilidad de pensar las posiciones en términos dialécticos o en términos de confrontación. Está claro que Vicente las piensa (las posiciones buenas o positivas) en términos dialécticos, o sea, como lugares móviles, abiertos y que, además, es inevitable ocupar -sólo el nihilista o el relativista pretenden no ocupar ningún lugar, pero se engañan y, además, son cómplices del status quo-. Yo no lo tengo tan claro, quizá porque -como apunté antes- no sé si cabe formular una suerte de teoría general a este respecto. Las posiciones son a veces cerradas y a veces abiertas; es, en cierto modo, una cuestión “empírica”. En realidad, están siempre entremezcladas: las confrontaciones irreconciliables y estáticas se mezclan a varios niveles con las discusiones y los cambios de postura. No hay ni puede haber un nivel puramente desinteresado (habermasiano) de discusión, ni tampoco un nivel puramente pragmático de actividad -salvo que identifiquemos este nivel con la acción armada o, en otro sentido, con contextos técnicos muy específicos, pero estos son más bien casos límite en los que los referentes “teóricos” tienen a cero-.

    Supongo que esa mezcla se recoge en lo que Vicente llama “articulaciones divergentes”. Lo que yo quiero subrayar es que tales articulaciones incluyen siempre dimensiones de oposición junto con dimensiones de consenso (algo así como “estar de acuerdo dentro del desacuerdo”), y que además la posibilidad de alcanzar esas dimensiones de consenso no depende de la mera voluntad de alcanzarlas -por ejemplo, de que uno renuncie a ser relativista o nihilista-. Lo que critica Angy es precisamente la actitud de quienes bloquean la posibilidad de “articulaciones divergentes” obligando a que el interlocutor se posicione dentro de un mapa o distribución de posiciones que ellos suponen -infundadamente- que dicho interlocutor comparte. [...]

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  6. [...] Pero es sólo mi opinión... No sé si es mi “posición”. Y siento caer en esta distinción, tan platónica, entre la opinión subjetiva y la posición objetiva, aunque en cierto modo la obligatoriedad epistemológica y moral de posicionarse también parece asumir que, frente a los intereses o la actividad puramente pragmática, las posiciones consisten en lugares “objetivos” desde los cuales entenderse (o no entenderse) y ante los cuales denunciar los cambios gratuitos de postura, como los de Cifuentes. Por lo demás, es probable que la propia Cristina Cifuentes sí tenga claras ciertas posiciones -las suyas y las de los suyos-, posiciones que legitiman el uso del poder policial y la interpretación flexible de la ley en aras de algún tipo de bien común como la estabilidad democrática o la plaz social. Y en ese sentido Cifuentes no es nada relativista. De hecho, también me rechina un poco la “acusación” según la cual el relativismo o el nihilismo legitiman cosas aberrantes. Ni todos los relativismos/nihilismos son iguales ni adoptar una posición garantiza estar libre de cometer aberraciones.

    Para terminar, tampoco quería dejar de subrayar algo que en el texto de Angy se dice casi de pasada pero que me parece muy importante: la cuestión de con qué clase de posiciones está uno dispuesto a alcanzar “articulaciones”. Ella pone el ejemplo de la buena disposición a alcanzarla cuando nuestros interlocutores son “inferiores”, frente a la mala disposición que se da cuando nuestros interlocutores son, por ejemplo, del Opus Dei. Pues bien, esto mismo puede plantearse al hilo de lo que comenta Vicente sobre los posicionamientos buenos o positivos, es decir, los abiertos, los móviles, los que pueden producir “articulaciones divergentes” (me ha gustado la expresión). ¿Cómo y por qué decidimos con qué clase de posicionamientos estamos dispuestos a llegar a posiciones nuevas que, al menos parcialmente, sean comunes o consensuadas? ¿Incluimos a los del Opus Dei? ¿Y a un fascista? ¿A Arturo Fernández? ¿O más bien decimos aquello de “al enemigo, ni agua”, y por tanto asumimos niveles de confrontación, oposición y cierre en el interior mismo de nuestra posición “abierta”?

    ¡Perdón por el rollo!

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  7. Seguramente haya algo que no he aclarado o al menos he permitido que se pudiese leer entre líneas sin yo quererlo ni pensarlo. Por supuesto que el posicionamiento no es necesariamente negador. En ningún caso defendería la suspensión del juicio como forma de relacionarnos con el mundo. Eso sería caer en un nihilismo destructor por omisión, por así decir. A lo que me refiero, la cuestión que me preocupa, es la obligación de dejar claro, a través del tipo de lenguaje que utilizamos, de las consignas que proferimos, de qué lado estamos. No sólo con la cuestión israelí-palestina. Esto es sólo un ejemplo. Un ejemplo que tomo porque he estado en la posición de no poder hablar, de tener miedo de lo que otros puedan pensar, y eso fue lo que hizo que quisiese escribir sobre ese miedo, sobre el modo en que la corrección política, repito, no sólo en la cuestión israelí, se lo lleva todo por delante, el modo en que se hace un comercio identitario con algunas cuestiones. Digo comercio identitario porque por momentos parece que lo importante al elegir una cierta manera de hablar es colocarte en el mapa y no tanto tratar de entender, ni siquiera de tomar una decisión moral, que no niego, ni defendería jamás que no haya que tomarla.
    La cuestión, entonces, no es que uno no deba posicionarse. Claro que debe hacerlo. Pero posicionarse es también pensar desde otros y con otros, intentar entender qué es lo que ocurre, aunque nos duela, aunque nos confunda, aunque nos impida seguir como si nada posteando fotos de niños calcinados antes de irnos de cañas al bar de abajo, aunque nos haga sentir una mierda por participar de una trama de intereses repugnante. Yo quiero que el posicionamiento sea vital, por así decirlo, que haya un posicionamiento en que tú y yo hablamos y sale algo distinto de lo que traíamos. Quiero hablar contigo y no con bits de información para nuestro consumo. No es tanto, entonces, que yo pretenda tener una posición "abierta", porque esa posición sería abierta sin criterio, igual que es sin criterio el posicionamiento que no te permite divergir y no hace distinciones entre "El Opus Dei" y este-señor-que-tengo-frente-a-mí.

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