viernes, 18 de abril de 2014

Filosofía y democracia: John Dewey

Bernstein, R. (2010). Filosofía y democracia: John Dewey. Barcelona: Herder Editorial. 300 páginas. ISBN. 978-84-254-2661-2



En 1908, Georges Sorel afirmó que si la democracia no suponía nada más que reducir las horas de trabajo, promover mejores condiciones laborales para los asalariados, desarrollar técnicas más sofisticadas de producción y asegurar la adquisición de bienes materiales a cada vez mayores sectores de la población, entonces no había nada en la democracia que mereciera la pena ser defendido. Esta afirmación del filósofo francés es especialmente pertinente para describir el contexto estadounidense del primer tercio del siglo XX, donde el creciente dominio de la economía y de la industria sobre la esfera política avivó con fuerza el debate en torno a la democracia, es decir, en torno a cuáles eran sus debilidades, quiénes eran sus enemigos, quiénes debían ser sus protagonistas, qué papel debía jugar el estado en el control de la economía y qué rumbo político y axiológico debía tomar su reforma, debate que cobró un enorme protagonismo durante la etapa progresista (1901-1921). Aunque diferían en el pronóstico, multitud de movimientos políticos tales como populistas, sindicalistas, socialistas y muchos liberales progresistas coincidían en el diagnóstico: la democracia funcionaba mal. John Dewey, junto a un número más reducido de intelectuales, sin embargo, se atrevió con otro análisis de lo que estaba ocurriendo: el problema no era que la democracia funcionara mal, sino que no existía la democracia en absoluto, o, mejor dicho, que no existían las condiciones filosóficas, sociales, éticas y morales necesarias sobre las cuales era posible instaurar una democracia de hecho. 

Dewey se convirtió en uno de los intelectuales públicos más celebrados de su época, si bien sus tesis políticas fueron frecuentemente incomprendidas y tergiversadas ‒algo que, por otro lado, y al igual que ocurrió con sus ideas filosóficas, psicológicas y educativas, sigue siendo también frecuente en la actualidad. A mi modo de ver, una de las razones principales de este malentendido se debió a la dificultad de muchos para situar a Dewey dentro de algunas de las corrientes dominantes de la época. Y es que las críticas que éste dirigió al progresismo en general, y al corporativismo y la mentalidad empresarial propias del capitalismo, en particular, fueron entendidas por algunos como críticas populistas, por otros, como socialistas, y por otros, incluso, como comunistas, todos ellos malentendidos por los cuales Dewey fue criticado por muchos de sus coetáneos liberales. Dewey, sin embargo, se entendía a sí mismo como un liberal, y, en mi opinión, así lo debemos entender, pues si bien fue una clase algo anómala de liberal, hablaba y defendía aspectos de los que típicamente hablaban y defendían los liberales. 

Primero, Dewey no renunciaba a cierta noción de individualismo, pero rechazaba por completo el carácter ontológico, apriorístico y dualista del individualismo liberal dominante. La propuesta alternativa de Dewey, tal y como desarrolla en su libro Viejo y nuevo individualismo, fue la de abrir el concepto de individualidad a la discusión de todas aquellas condiciones históricas, sociales, políticas y biológicas a través de las cuales lo individual está en constante construcción y redefinición. La individualidad, según Dewey, no es un punto de partida, sino una tarea democrática siempre en perspectiva; no es una precondición, sino un resultado cultural cuya estabilidad como logro es precario, siempre relativo al momento histórico en que se produce y cuya constitución debe ser forjada en la práctica, no sólo concebida en el plano abstracto y teórico –como pensaba que lo concebían muchos liberales, tanto clásicos como progresistas. 

Segundo, Dewey defendía el papel central de la ciencia como uno de los medios principales para la construcción del conocimiento, pero ni la entendía desde la epistemología positivista, ni la defendía como un método exclusivo de las ciencias naturales. Tampoco creía que la ciencia fuera el único medio válido para construir conocimiento, ni un método infalible y neutral. Para él la ciencia era un instrumento construido por y para la sociedad –si bien no era “cualquier” instrumento–, un método para construir verdades, pero no para revelarlas, pues entendía que no había ninguna Verdad ahí fuera, con mayúsculas, esperando a ser descubierta, independientemente de nuestra actividad e implicación con la misma. 

Tercero, enfatizaba la importancia del desarrollo de la técnica, pues no creía que ésta fuera la desencadenante de la explotación industrial, como señalaban muchos de los críticos y opositores al liberalismo, sino que entendía que el problema principal residía en que el avance de la técnica estaba suplantando las cuestiones axiológicas bajo las cuales éste debía ser dirigido, habiendo terminado por imponerse como un medio objetivista, y perverso en la práctica, a través del cual tomar decisiones que tendían a reducir toda acción política a una mera cuestión de eficiencia y de cálculo económico. 

Cuarto, creía en la idea de progreso, pero no la entendía como una tendencia ascendente e imparable, como un thelos intrínseco al propio devenir de la historia, por ponerlo en clave hegeliana. Tampoco defendía, como muchos liberales de principios de siglo XX, que el progreso social y económico fuera posible sobre la base de un libre mercado desregularizado y expuesto a los caprichos del corporativismo. Según Dewey, el liberalismo era una quimera si no se socializaban las fuerzas de producción y para ello proponía un modelo cooperativista donde el Estado ejerciera cierto grado de control, limitado pero imprescindible, en asuntos económicos. 

Quinto, confiaba en que una teoría sólida y adecuada de la educación permitiría instruir en valores fuertes a través de los cuales construir ciudadanos críticos, responsables y comprometidos. El objetivo de ello, característicamente liberal, era construir ciudadanos autoconscientes, comprometidos y bien formados que fueran capaces de llevar a cabo procesos de deliberación correctos y consecuentes. Sin embargo, entendía que ninguna sociedad capitalista como en la que él vivía toleraría un sistema escolar de este tipo, pues amenazaría con subvertirlo. 

Por último, Dewey fue un acérrimo defensor de la democracia, pero rechazaba muchas de las posturas democráticas con las que convivía. Por un lado, y en contra de muchos liberales progresistas, Dewey entendía que la democracia no consistía principalmente en un conjunto de instituciones políticas, de procedimientos formales y de garantías legales y técnicas, sino, más fundamentalmente, en un horizonte ético y moral que demandara de los individuos el esfuerzo y el compromiso de practicar cotidianamente los valores principales de una cultura democrática. En este sentido, Dewey se expresaba sobre la democracia como los antiguos se expresaban sobre la filosofía: ésta debía ser una forma de vida. Dewey tomaba a Jefferson como referente en cuanto a la insistencia de éste en que la democracia es siempre una cuestión moral en lo referente tanto a sus fundamentos, como a sus medios y sus fines, los cuales, según Dewey, eran indistinguibles. 

En la compilación Filosofía y democracia: John Dewey, Richard Bernstein desarrolla muchas de estas cuestiones que aquí sólo he podido bosquejar, introduciéndonos en la obra de Dewey a lo largo de 14 capítulos en los cuales explica, con enorme sencillez y brillantez, su postura filosófica y sus antecedentes intelectuales (capítulos 1, 2 y 3), su noción de experiencia, heredera de la tradición aristotélica, de la filosofía hegeliana, de la obra de Darwin y del pragmatismo de William James, y muy alejada de los neopragmatismos surgidos tras el giro lingüístico (capítulos 4, 5, 6 y 7), su idea sobre la función y la naturaleza social de la ciencia (capítulo 8), la inseparable relación de la actividad científica con la axiología (capítulo 9), su visión del arte, de la estética y de la religión (capítulo 11), y su concepción de la individualidad, de la sociedad y del rol que la educación debe cumplir en la formación de la ciudadanía (capítulo 10). Expuestas estas cuestiones, y tras una breve recapitulación (capítulo 12), Bernstein pasa a tratar en mayor profundidad la postura de Dewey sobre la democracia (capítulos 13 y 14), analizando cómo la misma está inextricablemente unida a sus desarrollos filosóficos, éticos y psicológicos en torno a la naturaleza de la acción y al papel activo de los individuos en la construcción del conocimiento. En mi opinión, el libro de Bernstein, junto con la introducción que Ramón del Castillo escribe en el mismo, supone un acercamiento lúcido, exhaustivo y extensivo a las ideas filosóficas, psicológicas, éticas, científicas y políticas de Dewey.

Hay un aspecto que, no obstante, cabría añadir, o, mejor dicho, enfatizar, pues es especialmente relevante para los psicólogos. Me refiero a la esencial relación y contribución de Dewey a la psicología funcionalista. En esta corriente debemos también situar a autores como George H. Mead, James R. Angell o James M. Baldwin, por nombrar a algunos, todos los cuales dedicaron gran parte de su obra al desarrollo de aspectos tales como la elaboración de una teoría sobre la génesis social del “yo”, a la importancia de la imitación en el desarrollo del niño, al estudio de la naturaleza de las emociones, de las creencias y del aprendizaje, a la función de la inteligencia y de la conducta en la evolución, al estudio de la ética como bisagra entre lo psicológico y lo social, o al rol mediador de la conciencia y de las normas y símbolos culturales en la construcción de significado. Sin duda, la psicología constructivista de autores como Jean Piaget o la psicología cultural de autores como Lev Vygotsky, también por mencionar dos de los más destacados, son deudores de esta tradición.

Reseña publicada en: BOLETÍN INFORMATIVO DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA, 51. 2013. 

http://sehp.org/Boletines/Boletin51.pdf


domingo, 17 de febrero de 2013

Liberales y pacifistas: entonces, ¿ya no luchamos?




En el siglo veintiuno ya todos somos pacifistas. Dice Christopher Lasch que después de la crueldad a gran escala desplegada en la Segunda Guerra Mundial y en las diversas guerras de la segunda mitad del siglo veinte, el ideal de la paz, como reacción, se ha convertido en uno de los principales valores de las sociedades actuales. Pero si somos pacifistas no es sólo como reacción a la brutalidad de la guerra, sino, principalmente, porque todos somos neoliberales: según Lasch, en el siglo veintiuno todos creemos en mayor o menor medida en adaptaciones contemporáneas de los ideales liberales clásicos del progreso, de la igualdad y de la tolerancia. El capitalismo, bajo la lógica del consumo, traduce estos términos en crecimiento, movilidad social e inclusividad, respectivamente. Sus críticos, los traducen como sostenibilidad, comunidad y cooperación. Sea como fuere, ya seamos partidarios o detractores del capitalismo, todos somos “hijos de nuestro tiempo”, como decía Hegel, y con más o menos matices creemos en los ideales neoliberales: y si no nos los creemos, o no nos los queremos creer, al menos sí que vivimos “como si” nos los creyéramos.  

Democracia y aversión al conflicto

Tendemos a pensar, erróneamente según John Dewey, que el efecto social de la democracia es ser principalmente tolerantes para con el prójimo, y que el efecto o consecuencia política de la misma es alcanzar el consenso. En primer lugar, si la tolerancia es un valor deseable en democracia, no lo es en tanto sea concebido de forma cosmopolita, como un “vive y deja vivir” (una especie de “laissez-faire” humanista que antecede a una mala digestión de la idea de “libertad de expresión”, la cual nos lleva a pensar que debemos mostrar respeto por todo lo que el otro haga, piense o diga, sea lo que sea), sino en tanto se entienda como una forma de dignificar al “otro”, reconociendo que ese “otro” es un ejemplo de una particular forma de vida, que no es la nuestra, pero que convive con la nuestra. Ahora bien, eso no implica que no debamos discutir o enfrentarnos a ella; al contrario, exigir cambios, razones, mejoras, etc., a los demás es una forma de reconocer nuestra exigencia de cambiar, razonar, mejorar, etc. De hecho, como decía Josiah Royce, es la lucha respetuosa contra “el otro” aquello que lo humaniza al convertirlo en “digno rival”, pues así, “el otro” representa una posición vital que merece la pena ser rebatida. Los enfrentamientos pueden llevar a más, hasta la violencia quizás, pero incluso entonces, esa violencia dignifica más al otro, como señalaba Niebuhr, que ignorarlo, desoírlo, minusvalorarlo o simplemente tomarlo por un estúpido.

En la actualidad, la idea de tolerancia produce rechazo a todo conflicto o enfrentamiento. Pero muy lejos de disminuir o de hacer desaparecer la ira o la violencia que se pudiera derivar de los conflictos, simplemente, las transforma: para muchas personas, este rechazo social al enfrentamiento produce resignación, en otras desesperanza e incluso nihilismo, y en otros (mucho peor aún) el ingenuo reclamo de que para qué enfrentarnos si “todos somos iguales” y buscamos, en realidad, “lo mismo”. Nótese la paradoja: la tolerancia, en principio una defensa de la pluralidad, posee muchas veces una fuerza tremendamente homogeneizadora, es decir, destructiva de lo plural, de la dialéctica. El pensamiento de que “todos buscamos lo mismo” no es sólo profundamente (neo) liberal, sino (y esto es lo deplorable) enormemente conformista y sumiso.

Siguiendo con Dewey, él mismo reconoce que el enfrentamiento (o la confrontación) es deseable, no lo contrario. Defiende que el elemento principal de la democracia es entender que la ausencia de conflicto jamás llegará, porque la discusión y la argumentación constante derivados del conflicto son, de hecho, necesarios para mantener una sociedad democrática. La democracia debería garantizar que todas las opiniones sean escuchadas, pero no garantizar que todas ellas sean respetadas. El respeto, decía William James, deriva de la lucha o de la admiración, de la pasión por defender un ideal (que es uno de los aspectos principales de lo que él entendía por “verdad”, à la Nietzsche) y reconocer que los otros también defienden los suyos apasionadamente, pero pensando que uno, en mayor o menor medida, defiende “mejores” ideales que los demás.

Sea o no posible, ni podemos, ni debemos abandonar la idea de defender “mejores” ideales, de buscar principios que nos guíen en distinguir el bien del mal, lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso. La izquierda neoliberal tiende a ver en cualquier búsqueda e intento de establecer principios (éticos y morales) una forma de “fascismo” o de “proto-fascismo”, dice Lasch, de la misma forma que la derecha muchas veces ve “el peligro del socialismo” incluso en el liberalismo mismo. Pero, ¿qué es la democracia sino el intento mismo de buscar, discutir y poner a prueba principios a través de los cuales la vida de la gran mayoría sea “mejor”: más digna, más justa, más compleja? Como decía Georges Sorel, si la democracia sólo implica reducción de las horas de trabajo, mejores técnicas de producción y mayor abundancia de recursos y acceso al consumo de bienes, entonces no hay nada en la democracia que merezca la pena ser defendido, pues esta forma de democracia no se diferencia en nada del capitalismo.

Indignación previa al cambio

Indignarse es una condición necesaria, pero no suficiente. La indignación es el resultado de tomar conciencia de un sistema donde lo más problemático no es sólo que produzca pobreza y desigualdad de todo tipo (económica, social, cultural), sino que produce esclavitud. Indignarse es una precondición para abrir la necesidad del debate, de la lucha y del cambio, la muestra de que el sistema no funciona para nosotros, sino a nuestra costa.

Pero indignarse no es actuar. Para defender “mejores” formas de vida, para cambiar las normas legales, éticas y morales por las que nos regimos, no podemos sólo alimentar la indignación (y menos sólo desde las redes sociales: tienen efecto informativo y aglutinador que es necesario, pero también hidráulico y anestésico en mucho casos). Hemos de ejercer una oposición más contundente, una oposición que implique un cambio radical de forma de vida: menos centrada en nosotros mismos, en el consumo de discursos que afiancen nuestras posturas, en el consumo en general, en la búsqueda de implementar nuestros propios intereses, o en intentar llegar a una solución que nos satisfaga personalmente de uno u otro modo. Para ello debemos tener menos miedo al cambio y estar dispuestos al sacrificio personal, pues no hay cambio político sin dolor, como decía Niebuhr, o sin que nosotros mismos salgamos, a corto plazo, perjudicados, es decir, sin que ello implique demandarnos más, sacrificar incluso nuestras comodidades. Pensar lo contrario, esto es, que podemos extender nuestras actuales comodidades a más gente, que basta con reformular la fórmula del progreso lo justo para que todo mejore, es seguir promoviendo el mismo mito (neo) liberal que hoy vivimos/sufrimos.

En primer lugar, el cambio que necesitamos no puede ser nunca “pacífico”, porque siempre hay alguien que tiene mucho que perder y que no quiere hacerlo, alguien que no está dispuesto a abandonar su nivel de vida, alguien que se beneficia del sometimiento, de su posición, de la injusticia (extorsión, corrupción, falsificación, evasión, etc.) y de la desigualdad social. Tenemos que abandonar el pacifismo si por pacifismo entendemos que todos podemos salir ganando en la discusión política. Una democracia debe estar dispuesta a exigir, no sólo a sugerir; dispuesta a obligar, no sólo a negociar. Y exigimos una mejor democracia. Como decía Rousseau, el pueblo debe limitar, modificar y retirar el poder que ha depositado en el gobierno siempre que la situación lo requiera. Cuando somos gobernados por leyes que son injustas y no tenemos opción de cambiarlas, entonces, para Thoreau, debemos desobedecer. La desobediencia, en estos casos, es un paso más allá de la indignación y precede al cambio; más cuando no resulte ningún efecto, la desobediencia es más deseable que nada, pues un gobierno que no responde a argumentos es ilegítimo, y, por tanto, desmerecedor de obediencia.

En segundo lugar, ese cambio no sólo debe ser una enmienda a lo que ya vivimos, sino un cambio radical, de raíz, revolucionario, entendiendo que, como decía aquel,  

“hacer la revolución no es ofrecer un banquete, ni escribir una obra, ni pintar un cuadro o hacer un bordado; no puede ser tan elegante, tan pausada y fina, tan apacible, amable, cortés, moderada y magnánima. Una revolución es una insurrección, es un acto de [imposición] mediante el cual una clase derroca a otra”.

De momento, es la clase de los ricos y poderosos, la de los aspirantes a ricos y poderosos, la de los acomodados y la de los esperanzados por el progreso de la humanidad, la que va ganando.   

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Sobre la corrección política



La corrección política, es decir, el hablar de una cierta manera, con un cierto lenguaje, con las debidas cautelas, se ha impuesto definitivamente. La corrección política permite que otros te corrijan al hablar no tanto porque no se entienda lo que dices, ni siquiera porque pudiera ser malinterpretado, sino porque no has utilizado el código de manera adecuada, no has dejado claro al elegir una palabra o una expresión y no otra que eres de izquierdas, que crees en la igualdad entre hombres y mujeres, que eres sensible a la diversidad cultural, que no tienes prejuicios, etc. No te has colocado en el sociograma, no has dejado claro quién eres. Lo preocupante, entonces, es el imperativo de hablar, vestirse y pensar según el manual de buenas formas, cuya violación pasa de implicar –en la generación de nuestros abuelos, por ejemplo- una falta de buenos modos, carente de todo juicio moral más o menos profundo, a implicar –en nuestra generación- un distanciamiento respecto a valores que toda persona biempensante y decente debe tener. Ni siquiera la ironía es aceptada. Hay cosas con las que no se juega, bromas que no se pueden hacer. Como diría mi abuela, “niña, esas cosas no se dicen”. Si llevas una ironía un poco más allá de lo políticamente correcto, es decir, si no aclaras inmediatamente que el chiste es eso, un chiste, te encuentras con una sonrisa congelada del otro lado, casi implorándote que pares y aclares que nada de esto iba en serio y, si acaso, te disculpes por haber podido herir sensibilidades.

Para muestra, un botón. Como todos sabremos, estos días se han intensificado los ataques en/desde/hacia/en torno a Gaza. Siempre que pasa algo así me suelen llegar todo tipo de documentos gráficos, artículos, vídeos, etc. de amigos que, no me pregunten por qué, piensan que yo, como persona razonable que supuestamente soy, utilizaré para confirmar mi punto de vista que, si todo va bien, deberá parecerse mucho al suyo y al de cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. Porque si yo digo algo que se salga mínimamente (y ya no digamos si se sale máximamente) del guión de respuesta que debo dar, incluyendo palabras clave que no debo olvidarme (genocidio, colonialismo, apartheid, etc.), entonces me encontraré, en el mejor de los casos, con una cara de completa estupefacción. Lo que hace que quiera hablar de esto no es tanto mi voluntad de posicionarme respecto al problema palestino-israelí, sino la incapacidad para tolerar-confrontar-entender que vengo observando últimamente en aquellos que, al menos en teoría, son los adalides de los valores democráticos. Lo que me mueve a querer hablar de esto es la conciencia de que mientras una parte del mundo se deshace en el odio, en Europa consumimos y reproducimos los mismos discursos pensados, manufacturados y enviados para nosotros desde esos lugares remotos del mundo. Y nadie tiene la necesidad de pensar en todo esto. Qué fácil es defender un mundo en el que uno no sobreviviría ni doce horas. Eso sí, defenderlo para que lo vivan otros. Defenderlo agitando sus banderas mientras los responsables, los que nos pusieron en la mano los discursos que hacemos nuestros, siguen llevándose por delante la vida de aquellos que nosotros defendemos con los discursos que los matan. Y ahora debería dejar claro de quién estoy hablando. Debería hacer míos unos muertos y no otros, debería pasar por encima de la historia, de los motivos, de las estrategias y preocuparme porque quede claro de qué lado estoy. No preocuparme por comprender, aunque sólo sea por respeto. No, debo dedicarme a consumir esta guerra a través de su merchandising: debo ver los vídeos adecuados con unos niños y no otros, escuchar los testimonios de unos pero no de otros, leer unos artículos de unos pero no de otros. Y al decir sí a esto, al afirmar nuestro derecho a posicionarnos –que en estas condiciones no es posicionarse sino hacerse hincha de un equipo-, no vemos la profunda contradicción en la que incurrimos cuando condenamos a unos por ignorar la dignidad de la vida de otros.

El otro día vi cómo un amigo de un amigo le decía a nuestro común amigo lo decepcionado que estaba con él por no haberse manifestado como debía, con todo el cargamento léxico adecuado, respecto al conflicto entre árabes e israelíes. Mi amigo, también decepcionado y supongo que algo confundido, le reprochaba que no quisiese discutir con él, que sólo lo censurase. Además, mi amigo no estaba defendiendo la respuesta israelí sobre Gaza. Simplemente tenía la necesidad de no posicionarse al respecto como si se tratase de un partido de fútbol. Trataba de tomárselo en serio, y por eso metía el dedo en la llaga, trataba de pensar, de hablar, de discutir. No hubo respuesta. Esto mismo, la sensación de que no estoy usando el léxico adecuado, me ha ocurrido hablando con personas que se dedican a la educación y que, en teoría, tienen una profunda sensibilidad para la diversidad, sea esta del tipo que sea, digo yo. Sin embargo, su sensibilidad, su tolerancia, es sólo hacia el que perciben como débil o, también, el exótico, el profundamente lejano. Es tolerancia hacia un mundo que jamás les tocará ni la uña de un pie. La apertura al diálogo y la educación democrática es para los hijos de aquellos que no piensan como nosotros, pero no para los nuestros, y menos aún para nosotros mismos. Pensamos en que los malos se hagan buenos, es decir, que se hagan como nosotros. La libertad de expresión es libertad de expresión de aquellos que piensan como yo. La educación para el diálogo y la tolerancia es algo que deben aprender aquellos que no piensan como yo. Pero nunca imaginaríamos que la educación democrática podría pasar por el diálogo con un numerario del Opus Dei, con un carlista, con un monárquico, qué se yo, o con un franciscano. No hay posibilidad alguna de reconocimiento de ese otro, no es el otro en el que pensamos cuando soñamos con la educación ideal, con la educación que pudiera superar la barbarie.

Hemos cerrado el espacio del agón. Nosotros, los defensores de la democracia, de la libertad, hemos cerrado el espacio de la discusión. Hay ya palabras prohibidas, ideas prohibidas, maneras prohibidas. Y, además, es por nuestro bien. Son prohibiciones liberadoras, prohibiciones que nos harán mejores, más conscientes. Se ha cerrado el espacio para que el otro tenga legitimidad, pero el otro de verdad, no sólo otro “diverso”, no, el otro que nos atosiga, que nos irrita, que nos pone contra las cuerdas. Ése también es el otro. Si el otro es fuerte, si es un igual, entonces la tolerancia desaparece y te es exigido que te expreses con corrección política. No tanto para que se te entienda, no tanto porque se te pudiera malinterpretar, sino para que a nadie le quede ninguna duda de que estás en el lugar adecuado, que piensas las cosas adecuadas. 

martes, 23 de octubre de 2012

Técnicas de sí y técnicas psi (sobre un libro de Michel Onfray)

Michel Onfray, La escultura de sí. Por una moral estética (Madrid, Errata Naturae / UAM, 2009)


No es una novedad bibliográfica, porque el original se publicó hace casi veinte años y ya se había traducido al español hace doce en Argentina; pero yo acabo de leerlo ahora y, además, ¿por qué caer en el culto consumista a la novedad?

Michel Onfay es bastante conocido en nuestro país a raíz de su Tratado de ateología, que fue casi un bestseller hace media década. En Francia es un filósofo popular que aparece con frecuencia en los medios de comunicación y emite opiniones políticas. Recientemente ha levantado polvareda con su Freud. El crepúsculo de un ídolo, donde se une a la tradición antifreudiana y acusa al padre del psicoanálisis de charlatán.

La escultura de sí se nutre de algunas referencias intelectuales que atraviesan toda la obra de Onfray, un neonietzscheano de izquierdas que ha leido a Foucault, Deleuze y Bourdieu. Es un gourmet libertario, individualista y hedonista. Simpatiza más con los rebeldes que con los revolucionarios, con los anarcos que con los anarquistas, con los dandis que con los elegantes, con los performers que con los artistas profesionales.

Pese a su estilo algo verboso y exaltado, el libro se deja leer. La redacción es ágil. Aunque abundan las referencias cultas, los giros academicistas no van más allá de lo soportable. El tono es el de quien se entusiasma con lo que cuenta contagiando al lector. La estructura, clara, progresa expandiéndose en ondas en torno a un centro que es la figura del condotiero. Como es sabido, los condotieros fueron mercenarios que prosperaron merced a las guerras entre los estados italianos de los siglos XIV y XV. Onfray los toma como pretexto para formular una especie de arquetipo de la subjetividad donde se condensan virtudes y valores relativos a la escultura de sí: individualismo, generosidad, rebeldía, cinismo, sentido de la amistad, magnanimidad, sentimiento deportivo de la vida, liberalidad, fortaleza… Onfray profundiza en estas características positivas para oponer la figura del condotiero a otras figuras cargadas de rasgos negativos, especialmente la del burgués. Algunos de tales rasgos negativos serían la avaricia, el gregarismo, el sentido del cálculo, los remilgos o el afán por la seguridad.

La estructura del libro se despliega en cuatro partes: “Ética. Retrato del virtuoso como Condotiero”, “Estética. Pequeña teoría de la escultura de sí”, “Económica. Principios para una ética dispendiosa” y “Patética. Geografía de los círculos éticos”. En ausencia de una bibliografía final, un “abecedario para uno de las ratas de bibloteca” -mucho más útil- permite seguir profundizando en el copioso universo onfrayniano a través de expresiones y palabras clave como “accionismo vienés”, “aislismo”, “amor fati”, “azar objetivo”, “body-art”, “cortesía”, “dandismo”, “estilo”, “estrategia”, “evergetismo”, “figura fáustica”, “hápax existencial”, “hombre multiplicado”, “ironía”, “morcilla humana”, “personaje conceptual”, “rizoma”, “situacionistas”, “único” o “vulvas de cerda”. Nótese que no se trata de neologismos de cosecha propia, sino de puentes hacia otros autores y libros.

En ocasiones, la argumentación de Onfray avanza retrocediendo. La ventaja de ello es que nos sentimos afectados por matices y vínculos que podríamos haber desatendido la primera vez. La desventaja, obviamente, es que no siempre se avanza con ligereza. Incluso puede que al libro le sobren unas cuantas páginas. Pese a ello, es atrayente ir caminando -aunque sea un poco cargado- por paisajes donde aparecen gentilhombres, dandis, samuráis, dadaístas, situacionistas, dispendiosos, escultores y sibaritas. Bien es verdad que también nos salen al paso burgueses, padres de familia, fascistas o sádicos, pero el viaje merece la pena. Al final, habremos captado el argumento del autor, articulado en torno a la defensa de una ética pagana basada en la magnificencia, las afinidades electivas, la construcción de sí mismo y el goce compartido.

El tipo de cuestiones que plantea Onfray y el modo en que las lleva adelante seducirán a quienes tiendan a pensar que nuestra cultura adolece de un cierto exceso de platonismo, que el futuro nunca debería hipotecar el presente, que los únicos proyectos políticos sensatos son los que ofrecen recompensas inmediatas, que buscar sentido al sufrimiento es una manera de justificar lo injustificable o que los cínicos, los escépticos y los hedonistas suelen ser menos peligrosos que quienes están seguros de sí mismos y se sacrifican por algo en lo que creen fervientemente.

Onfray se sitúa en una tradición que podíamos denominar antipsicologista. Me refiero a la de las artes de la existencia o el arte de vivir, uno de cuyos baluartes teóricos es la noción nietzscheana de la vida como obra de arte, que interesó a personajes tan dispares como Oscar Wilde y Foucault. Es una tradición antipsicologista porque camina en dirección contraria a la de la tecnificación de la vida (también a la de su moralización, propia de iglesias religiosas o laicas). Frente al repertorio de recetas proporcionado por expertos que pretenden conocer el secreto de la naturaleza humana, la concepción de la vida como una obra de arte propone la construcción de esa “naturaleza humana” desde dentro y -fractalmente- en todos y cada uno de los individuos, sin asideros ontológicos ni éticos que la trasciendan. La siguiente cita recurre a una analogía cruzada -el condotiero y un artilugio creado por Leonardo da Vinci- para expresar una idea de inequívoco sabor antipsicologista:

“[D]a Vinci había realizado una especie de cabina octogonal. Los ocho espejos que la tapizaban devolvían múltiples imágenes del pintor de frente, de espaldas, de cuarto, de tres cuartos. La particularidad de este objeto es que en ningún momento el artista cruzaba su propia mirada. La proeza es interesante: verse desde varios ángulos, pero no ver nunca el ojo que ve. La máquina me proporciona una metáfora: el Condotiero debe aprehender las múltiples situaciones en las que se encuentra, al mismo tiempo considerar las reacciones posibles y, para terminar, juzgar las oportunidades antes de acometer acción alguna. El narcisismo vulgar se ciega en sí mismo después de haber encontrado su propia mirada. Conlleva una relación amorosa entre la imagen y el objeto del que procede. En cambio, la mirada del Condotiero hacia sí mismo es genealógica. [...] Pretende menos el amor propio, la satisfacción que recibe de su propia imagen, que una captación global de la situación. En el tiempo, es el momento anterior a la decisión, mientras que el narcisismo vulgar es un fin para sí mismo. El reflejo en el espejo es una imagen sobre la que se inscriben los proyectos en potencia, antes de volver a su estado de palimpsesto. El ojo debe operar entonces como el de un estratega en el campo de batalla” (págs. 60-61).

La moral estética se opone a toda moral que pretenda basarse en una formulación teórica o abstracta aplicable a situaciones concretas. La moral estética es la del estratega que juega en medio de una situación cambiante cuyos riesgos debe evaluar a la vez que actúa, intentando siempre alcanzar una visión de conjunto desde la cual percibir -y este es el sentido último de la estética- la disposición de las partes que componen dicha situación, así como la posición de uno mismo dentro de ella. Tal percepción estética no exige auto-observación, sino una especie de auto-relativización que permita actuar en lugar de patinar sobre sí mismo.

Por lo demás, Onfray es vitalista e incluso, a su manera, optimista. No, por supuesto, en el sentido de la psicología positiva que nos invade, porque el suyo no es un optimismo ingenuo ni bobalicón, sino que ha pasado por la filosofía trágica. Es optimista precisamente porque es vitalista según la acepción nietzscheana de la palabra. En lugar de adentrarse en el camino del pesimismo nihilista que dejó abierto el propio Nietzsche, ha optado por la faceta más luminosa del pensador prusiano, la que tiene que ver con la afirmación de la vida y los valores aristocráticos. El problema es que, para justificar tal opción, Onfray ejecuta a veces fintas argumentales por las que tenemos que pasar de soslayo, porque si pasamos de frente nos podemos atascar. En concreto, parece como si, a su juicio, existiera una naturaleza humana inherentemente propicia al goce y ciertas estructuras culturales dadas a lo largo de la historia -monoteísmos, totalitarismos, relaciones de poder institucionalizadas- hubieran impedido que esa naturaleza aflorase. La actitud de Onfray, entonces, casi nos recuerda a la del mesías proclamando la liberación.

lunes, 15 de octubre de 2012

Más dirección, menos participación




En el anteproyecto de la Ley Educativa para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), se asesta un golpe al funcionamiento democrático de los centros. Según este proyecto, el Consejo Escolar pasa a ser “el órgano consultivo del centro” (artículo 127).

El Consejo Escolar ha tenido hasta ahora importantes facultades en la toma de decisiones sobre aspectos fundamentales de los centros. Esto se justifica porque es un órgano en el que están representados todos los grupos de la comunidad educativa, lo que en principio asegura un mayor control y un nivel mínimo de participación y funcionamiento democrático. Sin embargo, con la nueva ley su capacidad de acción y decisión se diluye. Para darnos cuenta de ello basta con comparar los verbos utilizados en la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE), de 1985, con los utilizados en el anteproyecto de la LOMCE. Mientras la LODE habla de “elegir, decidir, resolver, aprobar, elaborar, establecer, supervisar...” (artículo 42), la LOMCE nos habla de “evaluar, conocer, ser informado, informar, proponer, promover...”.

Es cierto que ya desde los años 90 diversos estudios señalaban que los Consejos Escolares en la práctica no resultaban efectivos para lograr la participación de todos los estamentos en la gestión del centro (especialmente del alumnado) y constataban que en muchas ocasiones se convertían en espacios que simplemente cumplían con los formalismos de la administración *. Esta no una es razón para renunciar a ellos, sino que debe animarnos a buscar sus fallas e intentar tomar medidas de cara a su mejora.

Pero la LOMCE, lejos de democratizar, pretende aproximarnos a un sistema de gestión experta donde los equipos directivos lleven el peso de las decisiones. Los nuevos directores serán formados y elegidos para responder a criterios muy específicos de eficiencia en el gobierno y, sobre todo, para producir resultados visibles y cuantificables, una de las principales obsesiones de la LOMCE.

El problema es que muchas de las cosas importantes de la educación no se someten a estas reglas de medir y los números dejan atrás los aspectos educativos más humanos. Los procesos democráticos constituyen sin duda uno de estos elementos difícilmente cuantificables. Que una decisión esté más informada, tenga en cuenta más voces, produzca debates enriquecedores y contribuya a la formación de los implicados, no es una cosa que pueda hacerse con prisa y mostrando números claros y comparables. Es más, si nos la tomásemos en serio, la democracia en la educación llevaría a asumir otros ritmos y a aceptar que los procesos sean únicos en cada centro.

Quizás deberíamos pensar en una educación más centrada en las personas que en los números, aunque para nuestros gestores esto parezca un suicidio que nos aleje de la lucha internacional por la generación de renta y el poder.

Estas cuestiones son amplias y complejas y quedan demasiado condensadas en este texto; en próximas entradas iré profundizando en ellas.


*Algunos ejemplos:

Fernández Enguita, M. (1993) La profesión docente y la comunidad escolar: crónica de un desencuentro. Madrid: Ediciones Morata.

Gil Villa, F. (1992) La participación democrática en los centros de enseñanza no universitarios. Madrid: CIDE.

Santos Guerra, M.A. (1997) El crisol de la participación: Investigación sobre la participación en los Consejos Escolares de centro. Madrid: Editorial Escuela Española.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Que viene el coco

 
No hay miedos naturales. Los niños no nacen predispuestos a tener miedo a las brujas, los fantasmas o el hombre del saco; tampoco a las serpientes o las arañas. Algunos dirán que el miedo, como emoción, sí se hereda, mientras que el objeto del miedo (qué se teme) no se hereda, sino que se aprende. Ahora bien, ¿cómo se puede separar una emoción de su objeto?

Los niños tienen miedo a lo que aprenden que deben temer, que normalmente es aquello que los adultos tememos. Por supuesto, eso no significa ni que les transmitamos intencionadamente nuestros temores (a veces sí) ni que los bebés se queden impasibles cuando escuchan un golpe fuerte (a veces sí). Nacemos con unos procesos fisiológicos funcionando de tal modo que permiten fenómenos como el llanto o determinada pauta de contracción de los músculos faciales, que interpretamos en términos de una expresión emocional específica. Quienes crian al bebé irán disponiendo las cosas de tal modo que el niño acabe sintiendo horror ante las brujas o lo que sea, dependiendo del contexto sociocultural y el estilo de crianza. Por decirlo de alguna manera, ciertas pautas de funcionamiento de su sistema nervioso autónomo acabarán enlazándose con ciertos objetos en ciertas circunstancias. Y ese lazo será todo lo fuerte que se quiera, pero no natural.

Por lo mismo, y pese a lo extendido de la idea, no heredamos miedos de nuestros ancestros. No somos australopitecos con traje y corbata que, a falta de alimañas que nos salgan al paso, temblamos ante una entrevista de trabajo o sufrimos ataques de pánico sin saber muy bien por qué. No hay un cerebro primitivo en donde aniden los miedos más profundos de nuestra especie. El temor a los fantasmas o los monstruos no se explica por el valor de supervivencia que las emociones de terror tuvieron hace tres millones de años. Se explica, si acaso, como forma de construir ciertas emociones -que no por ello son menos reales o desagradables- mediante las cuales enculturar a los niños y controlarles.

Además, empleamos la palabra “miedo” para fenómenos muy diversos: el susto del lactante cuando el agua de la bañera está demasiado fría, los nervios previos a un examen, el pánico ante un pelotón de fusilamiento, el sobresalto al dar un frenazo, etc. Y eso sin contar con el hecho de que hay miedos agradables, por lo menos para algunos. Hay quien disfruta con las películas de terror pese a experimentar reacciones del sistema nervioso periférico típicamente asociadas a lo aversivo del miedo, como la piel de gallina. De hecho, la frontera entre las sensaciones de temor y otras son bastante borrosas. En realidad, el contenido psicológico de las sensaciones (miedo, alegría, euforia, lo que sea) no viene definido por las reacciones fisiológicas (palpitaciones, sudoración, tensión muscular, etc.). Es más bien el objeto al que se las atribuimos el que define la emoción. Si el mostruo se quita la careta y resulta ser sexualmente atractivo, probablemente no tengamos que experimentar un cambio de sensaciones corporales demasiado grande. Y, sin embargo, se supone que nuestras emociones son radicalmente diferentes en un caso y en otro.

En última instancia, las sensaciones nunca se dan aisladamente, sin la mediación de nuestras interpretaciones y de los hábitos a través de los cuales hayamos aprendido a gestionarlas. Tampoco es siempre igual su intensidad ni su variedad (unas se dan unas veces y otras se dan otras veces, según el contexto y el momento). En todo caso, las sensaciones no dependen de forma natural del objeto al que se vinculan.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Luchar o Sonreír: ¿Quién Dijo que la Felicidad no era Política?





Algo de patético y de ridículo se oculta bajo la amplia sonrisa que nos brinda el mensaje del optimismo. Más, si cabe, cuando este mensaje se profiere de forma mecánica y sin razones para proclamarlo a los cuatro vientos. Su ingenua insistencia en la idea de que un próspero porvenir nos aguarda por el mero hecho de creer en él, invade cada vez con más fuerza la esfera de lo individual, de lo político y de lo económico. Curiosamente, cuanto mayor es la inestabilidad de nuestras vidas, cuanto más polarizado, incierto e inseguro es el mundo en el que vivimos, y menor es nuestro papel en la decisión de nuestro propio porvenir –o lo que es lo mismo, menos democrática es la democracia–, con más ímpetu y desmesura repite la gente este mensaje de esperanza.

Como decía William James, la fe emerge, en cada época, de un contexto de miedo y de desesperación, y la fe seglar del hombre moderno se ha replegado sobre la autorrealización, el crecimiento personal y la búsqueda de la propia felicidad; es decir, sobre sí mismo. Plantearse espacios vitales, valores sociales y aspectos personales que no tengan que ver con las propias motivaciones, creencias y la felicidad de cada cual es cada vez más impensable. Hacemos y consumimos aquello que nos gusta, que nos realiza y que nos permite aliviar cualquier tipo de preocupación y sufrimiento, algo que parece volverse más legítimo y demandado incluso en esta época de turbulencia social y crisis económica. La nueva ola del “optimismo patriótico” es un buen ejemplo de ello. Su tranquilizador y casi anestésico mensaje nos permite ocultar bajo la alfombra de nuestras conciencias la tragedia que nos toca vivir desde hace décadas: la de una sociedad marcada por un sistema económico frágil y con un claro cuadro diagnóstico de agotamiento para generar progreso, un panorama político con limitado poder de actuación y con alternativas críticas debilitadas y fragmentadas, y un individuo apático y escéptico respecto a su papel social, arroyado por la desidia del consumismo. La forma de vida en que estamos instalados genera desarraigo, soledad, competición y explotación –la cual tendemos a reformular e individualizar con el eufemismo de “estrés”–, y el optimismo nos brinda una sencilla válvula de escape para diluir cualquier conato de indignación, reducir la sensación de indefensión y procurarnos sentimientos de bienestar y prosperidad pintando un futuro colorido sobre un lienzo incapaz ya de absorber la mentira.

Pero no sólo nosotros adoptamos esta estrategia; políticos, economistas, psicólogos y toda clase de tecnócratas saben de sus efectos sedantes y conformistas y los explotan. Se ha repetido hasta la saciedad y de cientos de formas distintas en los medios de comunicación que las crisis son fantásticas oportunidades para crecer y para reinventarse. Pero sin mencionar, claro está, que “reinventarse” bajo los mismos preceptos, los mismos valores, bajo el control de las mismas instituciones y apuntando hacia el mismo horizonte, no es tal, sino una vuelta de tuerca más para seguir como estamos y continuar haciendo lo mismo pero intentándolo con más ímpetu y con la sensación del deber cumplido para con nosotros mismos y nuestra sociedad –e incluso para con nuestra patria. Sin duda, para llevar a cabo una reinvención genuina, para generar un cambio real, es necesario revisar de arriba abajo la desgastada y alienante ética que soporta nuestra sociedad de consumo.

Sin embargo, son múltiples y fuertes los mecanismos retóricos –y no tan retóricos– destinados a contrarrestar cualquier forma de rebeldía e indignación, y el discurso del optimismo es una potente arma de contraataque a estos efectos. La portada de La Razón del 26 de Agosto de 2012 es una buena muestra de entre tantas otras que nos brindan los medios de comunicación. En ésta se identifica "tomar las calles" con "amenaza", se llama la atención sobre la dudosa moralidad de aquellos que ponen en duda el poder y toman acciones contra el mismo, se equipara cobrar el subsidio de desempleo con la vagancia de indecentes y desagradecidos que quieren arruinar el país -justo cuando toda justificación que legitime los recortes, aunque sea parcial y anecdótica, es más que bienvenida-, y tras ser abofeteados por una enorme sonrisa aderezada con banderas españolas se propone que la mejor manera de afrontar la incertidumbre es gesticular una amplia sonrisa.  

Pero ni la política se hace sola, ni podemos evitar hacerla, nos movilicemos o nos quedemos en casa. Cierto es que la gente ha ido desencantándose más y más con la actividad política a lo largo de los años, identificándola con una artimaña y una mentira –lo oigo a todas horas en cualquier cafetería–, y en la que afirma no querer tener nada que ver. Sin embargo, todos hemos de tomar conciencia de que poniendo al mal tiempo buena cara, manteniendo la esperanza de que las cosas se solucionarán de una forma u otra, ni estamos ejerciendo nuestros deberes y derechos ciudadanos, ni estamos huyendo ni combatiendo la política, sino que, de hecho, estamos haciendo política de una forma muy concreta: ni más ni menos que la que se nos propone para seguir propugnando el status quo. 
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