No es una novedad
bibliográfica, porque el original se publicó hace casi veinte años
y ya se había traducido al español hace doce en Argentina; pero yo
acabo de leerlo ahora y, además, ¿por qué caer en el culto
consumista a la novedad?
Michel
Onfay es bastante conocido en nuestro país a raíz de su Tratado
de ateología, que fue casi un
bestseller hace media
década. En Francia es un filósofo popular que aparece con
frecuencia en los medios de comunicación y emite opiniones
políticas. Recientemente ha levantado polvareda con su Freud.
El crepúsculo de un ídolo,
donde se une a la tradición antifreudiana y acusa al padre del
psicoanálisis de charlatán.
La escultura de sí
se nutre de algunas referencias intelectuales que atraviesan toda la
obra de Onfray, un neonietzscheano de izquierdas que ha leido a
Foucault, Deleuze y Bourdieu. Es un gourmet
libertario, individualista y hedonista. Simpatiza más con los
rebeldes que con los revolucionarios, con los anarcos que con los
anarquistas, con los dandis que con los elegantes, con los performers
que con los artistas profesionales.
Pese
a su estilo algo verboso y exaltado, el libro se deja leer. La
redacción es ágil. Aunque abundan las referencias cultas, los giros
academicistas no van más allá de lo soportable. El tono es el de
quien se entusiasma con lo que cuenta contagiando al lector. La
estructura, clara, progresa expandiéndose en ondas en torno a un
centro que es la figura del condotiero. Como es sabido, los
condotieros fueron mercenarios que prosperaron merced a las guerras
entre los estados italianos de los siglos XIV y XV. Onfray los toma
como pretexto para formular una especie de arquetipo de la
subjetividad donde se condensan virtudes y valores relativos a la
escultura de sí: individualismo, generosidad, rebeldía, cinismo,
sentido de la amistad, magnanimidad, sentimiento deportivo de la
vida, liberalidad, fortaleza… Onfray profundiza en estas
características positivas para oponer la figura del condotiero a
otras figuras cargadas de rasgos negativos, especialmente la del
burgués. Algunos de tales rasgos negativos serían la avaricia, el
gregarismo, el sentido del cálculo, los remilgos o el afán por la
seguridad.
La
estructura del libro se despliega en cuatro partes: “Ética.
Retrato del virtuoso como Condotiero”, “Estética. Pequeña
teoría de la escultura de sí”, “Económica. Principios para una
ética dispendiosa” y “Patética. Geografía de los círculos
éticos”. En ausencia de una bibliografía final, un “abecedario
para uno de las ratas de bibloteca” -mucho más útil- permite
seguir profundizando en el copioso universo onfrayniano a través de
expresiones y palabras clave como “accionismo vienés”,
“aislismo”, “amor fati”,
“azar objetivo”, “body-art”,
“cortesía”, “dandismo”, “estilo”, “estrategia”,
“evergetismo”, “figura fáustica”, “hápax existencial”,
“hombre multiplicado”, “ironía”, “morcilla humana”,
“personaje conceptual”, “rizoma”, “situacionistas”,
“único” o “vulvas de cerda”. Nótese que no se trata de
neologismos de cosecha propia, sino de puentes hacia otros autores y
libros.
En
ocasiones, la argumentación de Onfray avanza retrocediendo. La
ventaja de ello es que nos sentimos afectados por matices y vínculos
que podríamos haber desatendido la primera vez. La desventaja,
obviamente, es que no siempre se avanza con ligereza. Incluso puede
que al libro le sobren unas cuantas páginas. Pese a ello, es
atrayente ir caminando -aunque sea un poco cargado- por paisajes
donde aparecen gentilhombres, dandis, samuráis, dadaístas,
situacionistas, dispendiosos, escultores y sibaritas. Bien es verdad
que también nos salen al paso burgueses, padres de familia,
fascistas o sádicos, pero el viaje merece la pena. Al final,
habremos captado el argumento del autor, articulado en torno a la
defensa de una ética pagana basada en la magnificencia, las
afinidades electivas, la construcción de sí mismo y el goce
compartido.
El
tipo de cuestiones que plantea Onfray y el modo en que las lleva
adelante seducirán a quienes tiendan a pensar que nuestra cultura
adolece de un cierto exceso de platonismo, que el futuro nunca
debería hipotecar el presente, que los únicos proyectos políticos
sensatos son los que ofrecen recompensas inmediatas, que buscar
sentido al sufrimiento es una manera de justificar lo injustificable
o que los cínicos, los escépticos y los hedonistas suelen ser menos
peligrosos que quienes están seguros de sí mismos y se sacrifican
por algo en lo que creen fervientemente.
Onfray
se sitúa en una tradición que podíamos denominar antipsicologista.
Me refiero a la de las artes de la existencia o el arte de vivir, uno
de cuyos baluartes teóricos es la noción nietzscheana de la vida
como obra de arte, que interesó a personajes tan dispares como Oscar
Wilde y Foucault. Es una tradición antipsicologista porque camina en
dirección contraria a la de la tecnificación de la vida (también a
la de su moralización, propia de iglesias religiosas o laicas).
Frente al repertorio de recetas proporcionado por expertos que
pretenden conocer el secreto de la naturaleza humana, la concepción
de la vida como una obra de arte propone la construcción de esa
“naturaleza humana” desde dentro y -fractalmente- en todos y cada
uno de los individuos, sin asideros ontológicos ni éticos que la
trasciendan. La siguiente cita recurre a una analogía cruzada -el
condotiero y un artilugio creado por Leonardo da Vinci- para expresar
una idea de inequívoco sabor antipsicologista:
“[D]a
Vinci había realizado una especie de cabina octogonal. Los ocho
espejos que la tapizaban devolvían múltiples imágenes del pintor
de frente, de espaldas, de cuarto, de tres cuartos. La particularidad
de este objeto es que en ningún momento el artista cruzaba su propia
mirada. La proeza es interesante: verse desde varios ángulos, pero
no ver nunca el ojo que ve. La máquina me proporciona una metáfora:
el Condotiero debe aprehender las múltiples situaciones en las que
se encuentra, al mismo tiempo considerar las reacciones posibles y,
para terminar, juzgar las oportunidades antes de acometer acción
alguna. El narcisismo vulgar se ciega en sí mismo después de haber
encontrado su propia mirada. Conlleva una relación amorosa entre la
imagen y el objeto del que procede. En cambio, la mirada del
Condotiero hacia sí mismo es genealógica. [...] Pretende menos el
amor propio, la satisfacción que recibe de su propia imagen, que una
captación global de la situación. En el tiempo, es el momento
anterior a la decisión, mientras que el narcisismo vulgar es un fin
para sí mismo. El reflejo en el espejo es una imagen sobre la que se
inscriben los proyectos en potencia, antes de volver a su estado de
palimpsesto. El ojo debe operar entonces como el de un estratega en
el campo de batalla” (págs. 60-61).
La
moral estética se opone a toda moral que pretenda basarse en una
formulación teórica o abstracta aplicable a situaciones concretas.
La moral estética es la del estratega que juega en medio de una
situación cambiante cuyos riesgos debe evaluar a la vez que actúa,
intentando siempre alcanzar una visión de conjunto desde la cual
percibir -y este es el sentido último de la estética- la
disposición de las partes que componen dicha situación, así como
la posición de uno mismo dentro de ella. Tal percepción estética
no exige auto-observación, sino una especie de auto-relativización
que permita actuar en lugar de patinar sobre sí mismo.
Por
lo demás, Onfray es vitalista e incluso, a su manera, optimista. No,
por supuesto, en el sentido de la psicología
positiva
que nos invade, porque el suyo no es un optimismo ingenuo ni
bobalicón, sino que ha pasado por la filosofía trágica. Es
optimista precisamente porque es vitalista según la acepción
nietzscheana de la palabra. En lugar de adentrarse en el camino del
pesimismo nihilista que dejó abierto el propio Nietzsche, ha optado
por la faceta más luminosa del pensador prusiano, la que tiene que
ver con la afirmación de la vida y los valores aristocráticos. El
problema es que, para justificar tal opción, Onfray ejecuta a veces
fintas argumentales por las que tenemos que pasar de soslayo, porque
si pasamos de frente nos podemos atascar. En concreto, parece como
si, a su juicio, existiera una naturaleza humana inherentemente
propicia al goce y ciertas estructuras culturales dadas a lo largo de
la historia -monoteísmos, totalitarismos, relaciones de poder
institucionalizadas- hubieran impedido que esa naturaleza aflorase.
La actitud de Onfray, entonces, casi nos recuerda a la del mesías
proclamando la liberación.
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