viernes, 18 de abril de 2014

Filosofía y democracia: John Dewey

Bernstein, R. (2010). Filosofía y democracia: John Dewey. Barcelona: Herder Editorial. 300 páginas. ISBN. 978-84-254-2661-2



En 1908, Georges Sorel afirmó que si la democracia no suponía nada más que reducir las horas de trabajo, promover mejores condiciones laborales para los asalariados, desarrollar técnicas más sofisticadas de producción y asegurar la adquisición de bienes materiales a cada vez mayores sectores de la población, entonces no había nada en la democracia que mereciera la pena ser defendido. Esta afirmación del filósofo francés es especialmente pertinente para describir el contexto estadounidense del primer tercio del siglo XX, donde el creciente dominio de la economía y de la industria sobre la esfera política avivó con fuerza el debate en torno a la democracia, es decir, en torno a cuáles eran sus debilidades, quiénes eran sus enemigos, quiénes debían ser sus protagonistas, qué papel debía jugar el estado en el control de la economía y qué rumbo político y axiológico debía tomar su reforma, debate que cobró un enorme protagonismo durante la etapa progresista (1901-1921). Aunque diferían en el pronóstico, multitud de movimientos políticos tales como populistas, sindicalistas, socialistas y muchos liberales progresistas coincidían en el diagnóstico: la democracia funcionaba mal. John Dewey, junto a un número más reducido de intelectuales, sin embargo, se atrevió con otro análisis de lo que estaba ocurriendo: el problema no era que la democracia funcionara mal, sino que no existía la democracia en absoluto, o, mejor dicho, que no existían las condiciones filosóficas, sociales, éticas y morales necesarias sobre las cuales era posible instaurar una democracia de hecho. 

Dewey se convirtió en uno de los intelectuales públicos más celebrados de su época, si bien sus tesis políticas fueron frecuentemente incomprendidas y tergiversadas ‒algo que, por otro lado, y al igual que ocurrió con sus ideas filosóficas, psicológicas y educativas, sigue siendo también frecuente en la actualidad. A mi modo de ver, una de las razones principales de este malentendido se debió a la dificultad de muchos para situar a Dewey dentro de algunas de las corrientes dominantes de la época. Y es que las críticas que éste dirigió al progresismo en general, y al corporativismo y la mentalidad empresarial propias del capitalismo, en particular, fueron entendidas por algunos como críticas populistas, por otros, como socialistas, y por otros, incluso, como comunistas, todos ellos malentendidos por los cuales Dewey fue criticado por muchos de sus coetáneos liberales. Dewey, sin embargo, se entendía a sí mismo como un liberal, y, en mi opinión, así lo debemos entender, pues si bien fue una clase algo anómala de liberal, hablaba y defendía aspectos de los que típicamente hablaban y defendían los liberales. 

Primero, Dewey no renunciaba a cierta noción de individualismo, pero rechazaba por completo el carácter ontológico, apriorístico y dualista del individualismo liberal dominante. La propuesta alternativa de Dewey, tal y como desarrolla en su libro Viejo y nuevo individualismo, fue la de abrir el concepto de individualidad a la discusión de todas aquellas condiciones históricas, sociales, políticas y biológicas a través de las cuales lo individual está en constante construcción y redefinición. La individualidad, según Dewey, no es un punto de partida, sino una tarea democrática siempre en perspectiva; no es una precondición, sino un resultado cultural cuya estabilidad como logro es precario, siempre relativo al momento histórico en que se produce y cuya constitución debe ser forjada en la práctica, no sólo concebida en el plano abstracto y teórico –como pensaba que lo concebían muchos liberales, tanto clásicos como progresistas. 

Segundo, Dewey defendía el papel central de la ciencia como uno de los medios principales para la construcción del conocimiento, pero ni la entendía desde la epistemología positivista, ni la defendía como un método exclusivo de las ciencias naturales. Tampoco creía que la ciencia fuera el único medio válido para construir conocimiento, ni un método infalible y neutral. Para él la ciencia era un instrumento construido por y para la sociedad –si bien no era “cualquier” instrumento–, un método para construir verdades, pero no para revelarlas, pues entendía que no había ninguna Verdad ahí fuera, con mayúsculas, esperando a ser descubierta, independientemente de nuestra actividad e implicación con la misma. 

Tercero, enfatizaba la importancia del desarrollo de la técnica, pues no creía que ésta fuera la desencadenante de la explotación industrial, como señalaban muchos de los críticos y opositores al liberalismo, sino que entendía que el problema principal residía en que el avance de la técnica estaba suplantando las cuestiones axiológicas bajo las cuales éste debía ser dirigido, habiendo terminado por imponerse como un medio objetivista, y perverso en la práctica, a través del cual tomar decisiones que tendían a reducir toda acción política a una mera cuestión de eficiencia y de cálculo económico. 

Cuarto, creía en la idea de progreso, pero no la entendía como una tendencia ascendente e imparable, como un thelos intrínseco al propio devenir de la historia, por ponerlo en clave hegeliana. Tampoco defendía, como muchos liberales de principios de siglo XX, que el progreso social y económico fuera posible sobre la base de un libre mercado desregularizado y expuesto a los caprichos del corporativismo. Según Dewey, el liberalismo era una quimera si no se socializaban las fuerzas de producción y para ello proponía un modelo cooperativista donde el Estado ejerciera cierto grado de control, limitado pero imprescindible, en asuntos económicos. 

Quinto, confiaba en que una teoría sólida y adecuada de la educación permitiría instruir en valores fuertes a través de los cuales construir ciudadanos críticos, responsables y comprometidos. El objetivo de ello, característicamente liberal, era construir ciudadanos autoconscientes, comprometidos y bien formados que fueran capaces de llevar a cabo procesos de deliberación correctos y consecuentes. Sin embargo, entendía que ninguna sociedad capitalista como en la que él vivía toleraría un sistema escolar de este tipo, pues amenazaría con subvertirlo. 

Por último, Dewey fue un acérrimo defensor de la democracia, pero rechazaba muchas de las posturas democráticas con las que convivía. Por un lado, y en contra de muchos liberales progresistas, Dewey entendía que la democracia no consistía principalmente en un conjunto de instituciones políticas, de procedimientos formales y de garantías legales y técnicas, sino, más fundamentalmente, en un horizonte ético y moral que demandara de los individuos el esfuerzo y el compromiso de practicar cotidianamente los valores principales de una cultura democrática. En este sentido, Dewey se expresaba sobre la democracia como los antiguos se expresaban sobre la filosofía: ésta debía ser una forma de vida. Dewey tomaba a Jefferson como referente en cuanto a la insistencia de éste en que la democracia es siempre una cuestión moral en lo referente tanto a sus fundamentos, como a sus medios y sus fines, los cuales, según Dewey, eran indistinguibles. 

En la compilación Filosofía y democracia: John Dewey, Richard Bernstein desarrolla muchas de estas cuestiones que aquí sólo he podido bosquejar, introduciéndonos en la obra de Dewey a lo largo de 14 capítulos en los cuales explica, con enorme sencillez y brillantez, su postura filosófica y sus antecedentes intelectuales (capítulos 1, 2 y 3), su noción de experiencia, heredera de la tradición aristotélica, de la filosofía hegeliana, de la obra de Darwin y del pragmatismo de William James, y muy alejada de los neopragmatismos surgidos tras el giro lingüístico (capítulos 4, 5, 6 y 7), su idea sobre la función y la naturaleza social de la ciencia (capítulo 8), la inseparable relación de la actividad científica con la axiología (capítulo 9), su visión del arte, de la estética y de la religión (capítulo 11), y su concepción de la individualidad, de la sociedad y del rol que la educación debe cumplir en la formación de la ciudadanía (capítulo 10). Expuestas estas cuestiones, y tras una breve recapitulación (capítulo 12), Bernstein pasa a tratar en mayor profundidad la postura de Dewey sobre la democracia (capítulos 13 y 14), analizando cómo la misma está inextricablemente unida a sus desarrollos filosóficos, éticos y psicológicos en torno a la naturaleza de la acción y al papel activo de los individuos en la construcción del conocimiento. En mi opinión, el libro de Bernstein, junto con la introducción que Ramón del Castillo escribe en el mismo, supone un acercamiento lúcido, exhaustivo y extensivo a las ideas filosóficas, psicológicas, éticas, científicas y políticas de Dewey.

Hay un aspecto que, no obstante, cabría añadir, o, mejor dicho, enfatizar, pues es especialmente relevante para los psicólogos. Me refiero a la esencial relación y contribución de Dewey a la psicología funcionalista. En esta corriente debemos también situar a autores como George H. Mead, James R. Angell o James M. Baldwin, por nombrar a algunos, todos los cuales dedicaron gran parte de su obra al desarrollo de aspectos tales como la elaboración de una teoría sobre la génesis social del “yo”, a la importancia de la imitación en el desarrollo del niño, al estudio de la naturaleza de las emociones, de las creencias y del aprendizaje, a la función de la inteligencia y de la conducta en la evolución, al estudio de la ética como bisagra entre lo psicológico y lo social, o al rol mediador de la conciencia y de las normas y símbolos culturales en la construcción de significado. Sin duda, la psicología constructivista de autores como Jean Piaget o la psicología cultural de autores como Lev Vygotsky, también por mencionar dos de los más destacados, son deudores de esta tradición.

Reseña publicada en: BOLETÍN INFORMATIVO DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA, 51. 2013. 

http://sehp.org/Boletines/Boletin51.pdf


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